Resulta paradójica la convivencia de anhelos tan aparentemente contrapuestos en nuestra sociedad actual: por un lado la carrera frenética tras la búsqueda de la eterna juventud es el motor de una poderosa industria de la belleza, en cuyos engranajes nos hemos enredado todos en algún momento… hombres y mujeres. La preocupación por detener el tiempo nos regala eslóganes publicitarios que, por si mismos, constituirían un corpus de incalculable valor sociológico no exento de cierta poesía; basta con hacer un repaso detenido de cualquier dominical para recoger abundantes ejemplos de cuán importante parece ser para nosotros la búsqueda de la belleza. Dicha búsqueda, sin embargo no ha de sorprendernos: parece tan consustancial al hombre que ya está documentada en el filósofo y matemático Pitágoras, quien en el siglo VI antes de Cristo, estudiaba la relación entre las matemáticas y la belleza, a través de la armonía y la proporción; en Jenofonte, que diferenciaba tres categorías en ella; y en el mismo Platón, cuya concepción de la belleza ha calado profundamente en el pensamiento occidental.
Por otro lado, sin embargo, esa búsqueda de la perfección coexiste con una tendencia que parece afectar a todos los órdenes de nuestra cotidianeidad: el poderoso imperio del mal gusto. Éste, extiende sus dominios por nuestras ciudades –fagocitadas en muchos casos por la profusa construcción de edificios despersonalizados y uniformes–, por nuestros hogares, –donde peligrosas ofrendas de amigos y familiares coexisten con enseres de dudoso gusto como si ese ámbito pareciera no importarnos tanto como el cuidado de nuestra amenazada silueta–, por nuestros lugares de trabajo –en los que pasamos una dilatada parte de nuestra vida, sin que por ello solamos preocuparnos de su “habitabilidad estética”–, incluso por nuestra indumentaria–afectada por modas que ensalzan la poco sugerente exhibición de ropas que han dejado de ser interiores o nos enfrentan a la dificultad de encontrar pantalones que no nos evoquen los lejanos tiempos en que llevábamos pañal… En muchos aspectos vivimos un periodo de involución, que se alimenta y es alimentado por la omnipresente crisis, que es mucho más que una hecatombe financiera global. Se impone el todo vale, que parece otorgar carta de naturaleza a las más peregrinas ocurrencias, especialmente si se gestan en los principales ámbitos generadores de tendencias, suficientemente conocidos por todos. El mundo de la comunicación y el diseño no está exento de sucumbir a las corrientes predominantes y adolece de falta de creatividad y, frecuentemente del mismo mal gusto que vemos campear en todos los ámbitos: las modas y la frecuente omnisciencia del cliente contribuyen a la creación de proyectos desvaídos que nada aportan e, incluso frecuentemente, ni siquiera comunican. El diseño debe considerar los aspectos psicológicos de la percepción humana y las significaciones culturales que pueden tener ciertos elementos, de forma que eligiéndolos, cada uno tenga un porqué en la composición; así mismo debe buscar un equilibrio lógico entre las sensaciones visuales y la información ofrecida. Lo más importante de toda composición es el mensaje que subyace bajo ella: el diseñador deberá buscar la máxima eficacia comunicativa mediante una composición que impacte visualmente al espectador y le haga receptivo. Para ello será precisa una disposición adecuada de las formas, colores y agrupaciones… un equilibrio global en la composición, que permitirá al mensaje llegar de forma adecuada a su destinatario. Los profesionales con experiencia en marketing y comunicación saben que los recursos estéticamente agradables venden más porque actúan sobre las emociones. Elementos como la proporción, la escala, el contraste, la simetría, el equilibrio entre contenidos o la jerarquía visual no pueden dejar de ser tenidos en cuenta… y es que no todo vale.